I KNOW IT’S OVER
Manuel Segade
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Entre diciembre del 95 y mayo del 96, este mismo centro exhibió una muestra monográfica del artista cubano Félix González Torres. El póster anunciador de la exposición era la fotografía de una pieza sin título compuesta por dos relojes sincronizados, que marcan el mismo tiempo. La utopía de compartir un mismo ritmo temporal, en la vida y en su ausencia, era un tema clave en la obra de este artista, después de fallecer su compañero en 1993. González Torres murió el 10 de enero del 96, lo que convirtió la experiencia de visitar la exposición en un acto póstumo. La muestra de Susan Philipsz en el CGAC es un despliegue espacial de dispositivos para el trabajo de duelo. Los espacios del centro destilan una sensación de ausencia desconocida desde aquélla exposición anterior; y los lugares, como los espectadores que los recorren, guardan también una memoria que los connota.

Siempre que se habla del trabajo de Susan Philipsz, se insiste en su capacidad para investigar acerca de las posibilidades escultóricas y de implicación psicológica del sonido en formato expositivo; aquí, ambos recursos despliegan un escenario para el duelo. La experiencia en acto a través de la eficacia de una puesta en escena que consiste en el vacío, en nada más que el espacio hueco, es la de una posibilidad de proyección. El cuerpo es el receptor o, más bien, instrumento al que se dirige toda pulsión de la producción simbólica. Cuando ingresamos en un espacio expositivo, en un museo dedicado al arte contemporáneo, la percepción natural se suspende. En una exposición como ésta, el cuerpo es el que lee la obra de arte.

La fenomenología de la percepción explica que no percibimos las cosas del mundo, sino nuestro propio cuerpo. Lo que percibimos del otro no es más que el límite de nuestro propio cuerpo: cuando tocamos no experimentamos el tacto de otra cosa, sino nuestra piel y su superficie de contacto. Las piezas de Susan Philipsz nos hacen físicamente conscientes de nuestro cuerpo, de su superficie física y del lugar que ocupa en un espacio concreto, con respecto a una posición. Cuando escuchamos la reverberación de un espacio, éste resuena en nosotros mismos: nuestro cuerpo refleja distintas ubicaciones en una trayectoria, aquella marcada por la duración de nuestro movimiento por un espacio en relación a la fuente de sonido y entendida en función del espacio que la contiene. Al mismo tiempo, situar es desestabilizar: cambiar de una posición a otra, deslocalizar, en definitiva, por una fijación momentánea, por la suspensión de la incredulidad que provoca el sonido en el momento de su discurrir en un encanto que conmueve y que se detiene en su final.

Todas sus piezas evidencian esta cualidad, pero es algo que se hace más evidente en las obras vocales: el canto de Philipsz, sin acompañamiento, con su calidad de voz no profesional pero educada, opera como extraña; es un índice de realidad, de un cuerpo real, no como la de los cantantes a los que nos hemos acostumbrado por la radiodifusión; al tiempo, ese cuerpo desmembrado en artefactos tecnológicos, un cuerpo diferido y espectral, actúa como un no estar frente al que precisamente asume mayor fisicidad el propio espectador. Una conciencia extrañamente enorme de nuestra permeabilidad a las ausencias: a la capacidad de los sentidos de evocar lo que no hay.

Aún indisociable del aspecto sensitivo, la dimensión psicológica la implica la tonalidad emocional de los temas que trata la artista: la pérdida, el anhelo y la posibilidad de su recuperación; la infinita serie de relaciones que es difícilmente trasladable de una persona a otra; la ansiedad de la referencia aportada por otro, que todavía hace más patente, más ansiosa, la ausencia de decodificación definitiva. Porque igual que Susan Philipsz produce su semántica a través de la acumulación de capas de referencias de su enciclopedia de denotación personal, el espectador no recuerda sino recuerdos de recuerdos.

Hay dos versos de ‘Cuatro cuartetos’ de T.S. Eliot que se podrían aplicar bien su estrategia:

We had the experience but we missed the meaning,
And approach to the meaning restores the experience

Esa posibilidad de, a través del sentido, recuperar una experiencia es puramente conceptual: se trata de una emocionalidad inducida por nuestra propia capacidad relacional, por la fuerza de la analogía y de la referencia. Susan Philipsz ofrece espacios para el desarrollo de la inteligencia emocional. Y ésta es una fuerza puramente subjetiva, que nos constituye en nuestros particulares recuerdos personales, pero también como colectivo: en una comunidad de sentidos compartidos. Porque cada una de esas emociones suscitadas es un reconocimiento, una identificación susceptible de transmisión y, sobre todo, de eco, del mismo modo que la repetición en bucle de sus canciones en las salas.

Los temas que tratan las piezas que se exhiben en el CGAC convierten la exposición en un intenso relato de invierno. Un extraño cuento de Navidad: como una mesa de comedor dispuesta para la calidez del reencuentro familiar, pero que mantiene vacías las sillas de aquellos que ya no están. La exposición es como un relato espacial, acústico y escultórico en torno a esa ausencia reconstruida.

Sigmund Freud, en Duelo y melancolía, definía el duelo como: “la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc” . El psicoanalista insistía en que puede ser una pérdida únicamente como pensamiento: “El objeto tal vez no está muerto, pero se perdió como objeto de amor” . El trabajo de duelo se inicia con la constatación en lo real de la ausencia del objeto amado, y la consiguiente obligación a abandonar esa posición libidinal, esa investidura anterior. El sujeto actúa con renuencia: la orden que la realidad imparte no puede cumplirse enseguida y “se ejecuta pieza por pieza con un gasto de tiempo y de energía de investidura, y entretanto la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico” . Eso es en sí el trauerarbeit, un lento camino de pequeños enfrentamientos íntimos, con sus repeticiones, que absorbe todas las energías del yo .

Una indicación del psicoanalista tendrá enormes consecuencias en la lectura de su ensayo: durante el trabajo de duelo, al sujeto “le ha sobrevenido una alteración” : los trazos psíquicos y el movimiento de energía libidinal son tan grandes durante el duelo, que jamás un sujeto será igual a sí mismo antes de la pérdida que lo ocasiona. La experiencia sucesiva de la falta, repetida como una letanía, es en lo que consiste el trabajo de duelo. La filósofa Julia Kristeva analizaba en Sol negro la injerencia del estado de duelo en los procesos de significación: los lazos significantes, los vínculos con el sentido, se modifican en la experiencia de la pérdida. Cada una de las formulaciones de la ausencia, de las expresiones del ya no, llevan inscrita en su significancia el testimonio del afecto irrecuperable. La experiencia del anhelo produce un efecto emocional que transforma la lectura, pero también al mismo tiempo al espectador y al espacio de fruición. El desciframiento de las piezas de Philipsz, más allá de ellas y del espacio de lectura, ese estar en otro lugar o ser llevado a otro tiempo, devuelve el museo a su condición de heterotopía, de espacio alterado, regido por otro orden diferente al cotidiano. El lugar de la experiencia es un lugar desdoblado, que da pie a una realidad no lineal y a una percepción distorsionada que se acentúa por la narrativa espacial que construye la continuidad de los audios por las salas expositivas.

Judith Butler, famosa por sus textos sobre género y performancia, ha propuesto recientemente una interpretación del duelo en clave relacional: para ella, el duelo, es el momento en que se toma conciencia de la pérdida del otro como una manifiesta ausencia en el propio interior; al mismo tiempo, el duelo consistiría en el reconocimiento de que uno mismo ya no es sí, sino que en parte era aquel que ya no está. El yo manifiesta en la pérdida su suerte fantasmagórica, pero al mismo tiempo también su posibilidad de transformación. El doliente se instala en este trabajo de duelo como en una condición enigmática, en la imposibilidad de una comprensión total de la pérdida.

Escribe Butler: “If I lose you, under these conditions, then I not only mourn the loss, but I become inscrutable to myself. Who ‘am’ I, without you? (…) On one level, I think I have lost ‘you’ only to discover that ‘I’ have gone missing as well. At another level, perhaps what I have lost ‘in’ you, that for which I have no ready vocabulary, is a relationality that is composed neither exclusively of myself nor you, but is to be conceived as the tie by which those terms are differentiated and related” . El destino de cada uno es inseparable de ese ‘nosotros’: está atravesado por una relacionalidad que podemos evitar, discutir, transgredir, pero que, de negarla, estaríamos anulando una parte fundamental de nuestras propias condiciones socials de formación. Continúa la teórica: “What grief displays, in contrast, is the thrall in which our relations with others hold us, in ways that we cannot always recount or explain, in ways that often interrupt the self-conscious account of ourselves we might try to provide, in ways that challenge the very notion of ourselves as autonomous and in control” .

El yo, en el duelo, se coloca en un modo de desconocimiento: la pena de uno se sitúa con respecto a la vulnerabilidad de los demás. Eso nos hace sociales en el más íntimo de los niveles: “I am not fully known to myself, because part of what I am is the enigmatic traces of others. In this sense, I cannot know myself perfectly or know my ‘difference’ from others in a irreducible way. (…) I am wounded, and I find that the wound itself testifies to the fact that I am impressionable, given over to the Other in ways that I cannot fully predict or control” .

El momento en que, en la película The Dead de John Huston, el personaje que interpreta Anjelica Huston dice mientras escucha la balada The Lass of Augrhim: “Me acuerdo de una persona que hace mucho tiempo la cantaba”, el que evoca la pieza homónima de Philipsz, trae a colación la pérdida de un amor de juventud que el tema musical le devuelve en toda su intensidad: la de su posibilidad solo como recuerdo; la de su imposibilidad de su plena recuperación. Una proyección opaca, un resto de luz proyectado sobre la pantalla, convierte a la sala en un cine sin imagen. Como el cine, una recepción individual, a oscuras, pero en medio de la multitud, The Dead de Susan Philipsz despliega una capacidad privada de emocionar, pero en una intimidad compartida. La grabación en vivo de sí misma cantando la balada una y otra vez, con el sonido de fondo de una habitación convencional, con ruido ambiente de calle, crea una cotidiana y diminuta habitación dentro del gran espacio de la sala de cine. Posibilita al espectador el traslado imaginario a un lugar en el que proyectar la imagen de su ausencia misma, de todo lo que hemos perdido: la pantalla de proyección de los vivos y los muertos constituyentes de su relacionalidad social.

En el espacio público, esta economía psíquica que sostiene la recepción de las piezas de esta exposición de Susan Philipsz amplía sus posibilidades de significancia. Follow me, instalada en la entrada del antiguo cementerio de Bonaval, reproduce unha interpretación del tema Happenings 10 Years Time Ago de los Yard Birds, que trata de la realidad frente a la ilusión. Cuatro altavoces abocinados, en el cruce de caminos del cementerio de Bonaval, con cuatro canales de sonidos independientes, emiten a destiempo cuatro interpretaciones a capella de la artista de este mismo tema; se superponen y se siguen unos a otros, reverberan alrededor del ciprés funerario como la memoria de voces desaparecidas que permanecen atrapadas en el tiempo. La impresión de algo infantil, originario, intensifica una sensación de pasado ya vivido.

Normalmente, en colectividad, se propone un monumento para que recuerde por nosotros. La grandilocuencia serena de los monumentos a los muertos permite edificar algo sólido que realice el trabajo de duelo por el grupo social: se confía a un monumento la pena o el trauma colectivo sin realizar o provocar un verdadero trabajo de duelo que alivie el sentir común. Con la sensación espectral de esta pista repetida con un pequeño intervalo de tiempo, con un tiempo de escucha determinado, que exige una pausa, una detención y una provocación, Susan Philipsz reclama el monumento como experiencia, la obra pública como intensificadora de la vivencia, como generadora de un trabajo de duelo obligado que el público asume al tiempo que su condición de individuo en sociedad. En el espacio público, el duelo como lazo relacional se vuelve directamente político: crea ciudadanía desde una estrategia de representación. Como los relojes sincronizados de González Torres, recuerda que la experiencia vital es la ligazón perpetua con los otros, experimentada en el espacio posible en que un imaginario pueda ser, en efecto, compartido.


* Este texto fue publicado originalmente en el libro “Susan Philipsz: There's Nothing Left Here”, CGAC Xunta de Galicia, 2008.



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